Logging off
We live in the attention economy; we live in the narrative economy. We live in a hot-take economy; we live in a bad economy.
Las protestas en Los Ángeles no responden únicamente a Trump, ICE o la Guardia Nacional, sino que son el fruto de décadas de despojo sufrido por la clase trabajadora de la ciudad.
El autor de este texto ha solicitado el uso de un seudónimo por motivos de seguridad.
Traducido por Suzie Flores
Todas las miradas están puestas en Los Ángeles mientras avanza la primera semana de nuestra resistencia, pero no todos están viendo lo mismo. En los medios oficiales y a través de declaraciones altisonantes en X, el establecimiento liberal presenta el “caos en las calles” como consecuencia de una administración federal descontrolada, que ha traído a la Guardia Nacional y a los Marines para escalar una situación que —según ellos— podría haberse manejado fácilmente con las fuerzas locales. Puede ser que eso sea cierto, pero lo que queda fuera del relato liberal es la brutalidad de las redadas de ICE que provocaron este levantamiento en primer lugar, así como la complicidad histórica de nuestros gobiernos locales y estatales —dirigidos por demócratas— cuyas políticas no solo han permitido actuar a ICE, sino que durante décadas se han sostenido en la explotación de trabajadores inmigrantes: la clase permanentemente marginada de Los Ángeles.
En palabras de mi hermana, a quien le escribí con los dedos temblorosos al llegar a casa tras el tercer día de protestas: “Esto no es nuevo para nosotras. No ha habido un solo día en nuestras vidas en el que no hayamos estado viviendo esta pesadilla.”
“Esto no es nuevo para nosotras. No ha habido un solo día en nuestras vidas en el que no hayamos estado viviendo esta pesadilla.”
En dos frases, mi hermana —egresada de Job Corps, el programa federal que brindó oportunidades a miles de jóvenes de bajos recursos y que fue recientemente desmantelado por esta administración— desenmascaró el cinismo de la élite política angelina. Si Trump está declarando la guerra a nuestra ciudad —y no hay duda de que lo está haciendo—, debe decirse también que sus acciones no son más que una extensión de una guerra que ha existido por mucho más tiempo, declarada por los propios demócratas contra la clase trabajadora y pobre de Los Ángeles. Hoy su arma es una pistola de balas “menos letales”; ayer fue un salario por debajo de la mesa, el alza de los alquileres o un desalojo —muchas veces mortales.
El ingreso medio de los hogares indocumentados en Los Ángeles es de $46,500 al año, casi $30,000 menos que el promedio del condado. Tengamos presente que ese promedio sigue subiendo rápidamente, mientras nuestras autoridades se apresuran a atraer a profesionales de clase media alta, deseando llenar los asientos de sus estadios de lujo y mejorar su imagen pública mediante el deporte. La obsesión de las élites locales con la “vivienda asequible” revela el rostro más cínico de su liderazgo. Progresistas solo de nombre, sus planes para viviendas accesibles, que buscan igualar los alquileres al promedio creciente, destruyen activamente lo único que mantiene a los trabajadores en esta ciudad: las viviendas con control de renta. Nuestro trabajo, muchas veces esencial para el funcionamiento de la economía, aporta miles de millones cada año al estado. Y sin embargo, nos hacinan en viviendas sobreocupadas para luego desalojarnos o, peor aún, deportarnos.
Lo que estamos presenciando ahora es la transformación de décadas de despojo en una rabia colectiva que desborda las calles de Los Ángeles, desde el centro hasta Compton. Las élites políticas ven caos, pero lo que yo veo es una expresión vibrante de nuestro espíritu de lucha, el coraje que nos mueve a enfrentar a oficiales militarizados de ICE armados con simples botellas de agua, a construir barricadas improvisadas que los detienen y evitan que secuestren a otro de nuestros hijos. Veo el origen de nuestra fuerza en los lazos comunitarios que alimentan nuestra resistencia en las calles: en las rondas espontáneas de baile que convierten a la multitud en artistas y sus públicos, en las cabezas y cuerpos que se mueven al ritmo de To Live and Die in LA de 2Pac sonando en repetición, en los lemas audaces (“¿Ilegal y qué?”, tomado de la legendaria banda de hardcore latino Los Crudos) estampados en las camisetas de nuestra juventud.
Para ser claros, quienes están protagonizando estas recientes protestas no son, en su mayoría, personas indocumentadas. Es la clase trabajadora de Los Ángeles en su conjunto, con vínculos familiares o culturales con nuestra comunidad, quienes están saliendo a las calles. Y aunque la chispa inmediata haya sido la locura delirante de Trump, la rabia que inunda las calles es real y de larga data. Es una rabia nacida de una cultura de lucha, y es también la base del potencial de la clase trabajadora para convertirse en la fuerza liberadora que hemos estado esperando.
Es una rabia nacida de una cultura de lucha, y es también la base del potencial de la clase trabajadora para convertirse en la fuerza liberadora que hemos estado esperando.
La emancipación requiere una comprensión clara de quiénes son los actores en esta contienda. Los liberales dicen que esta es la guerra de Trump contra Los Ángeles, pero los caballos policiales que arremetieron contra la multitud el pasado 8 de junio fueron movilizados por la alcaldesa Bass y el gobernador Newsom. En su afán por demostrarle a Trump que las fuerzas federales no son necesarias en este momento, Newsom y Bass han intensificado la represión contra el pueblo, sin ofrecer ninguna solución a las redadas de ICE. Las calles están presenciando una convergencia entre liberalismo y fascismo, una reducción del margen de promesas de los demócratas que podría estar abriendo el espacio para la alternativa política que el pueblo anhela y hoy comienza a construir.
Desde hace años, como residente indocumentada de Los Ángeles y como socialista, milito en el Sindicato de Inquilinos de Los Ángeles (LATU), una organización política independiente compuesta por cientos de inquilinos de clase trabajadora. Juntas organizamos a nuestras vecinas y vecinos en asociaciones por edificio contra los abusos de los caseros y en colectivos por barrio contra la agenda pro-gentrificación y anti-pobreza de la ciudad. Hoy en día, nuestras redes comunitarias también se movilizan para informarse mutuamente sobre operativos de ICE y generar mecanismos de defensa comunitaria. En mi participación en LATU he aprendido lecciones importantes sobre cómo sostener un movimiento más allá de la crisis inmediata, y quiero recurrir a esa experiencia para orientar nuestra intervención actual.
Las luchas callejeras son una forma necesaria de resistencia — fortalecen la combatividad de la clase trabajadora y fracturan el control de nuestros enemigos— pero estas movilizaciones deben ir acompañadas de organizaciones formales que dirigen esa energía hacia acciones masivas protagonizadas por la gente común. Desde la pandemia, muchas de nuestras organizaciones —desde LATU y las asociaciones vecinales, hasta los grupos de ayuda mutua, sindicatos revitalizados tras años al servicio del Partido Demócrata, y muchas más— han crecido y madurado. En este momento es crucial aprovechar ese crecimiento y conectar nuestras organizaciones con la energía de las calles, para transformar esta coyuntura en una oposición organizada y de largo plazo.
Pero necesitamos algo más: además de redes locales organizadas, acciones directas y defensa comunitaria, debemos construir unidad en torno a una definición común de este momento. Necesitamos ofrecerle a la clase trabajadora una respuesta clara: ¿quién es responsable de este desastre? ¿Qué políticas y qué fuerzas pueden sacarnos de él? Un levantamiento como este —al igual que la rebelión por el asesinato de George Floyd en 2020— expresa el profundo rechazo a quienes nos gobiernan, pero por sí solo no define el carácter de ese rechazo, ni señala un rumbo político alternativo. Si queremos un desenlace distinto, debemos romper con nuestros compartimentos organizativos —sean sindicatos, colectivos o partidos— y formar coaliciones capaces de conectar las luchas locales con campañas de comunicación de amplio alcance que lleguen a las grandes mayorías. Hay que gritarlo desde todos los techos: ¡otro Los Ángeles es posible!
Un levantamiento como este —al igual que la rebelión por el asesinato de George Floyd en 2020— expresa el profundo rechazo a quienes nos gobiernan, pero por sí solo no define el carácter de ese rechazo, ni señala un rumbo político alternativo.
Mientras en sus canales de propaganda los liberales se presentan como “la alternativa” a Trump, debemos responderles: demuéstrenlo o háganse a un lado. Puede ser que Trump haya iniciado esta guerra, pero será la clase trabajadora la que tendrá que terminarla.